lunes, 28 de noviembre de 2011

S.V. Platt, la periodista que surgió del frío


Hace unos días, mi buena amiga la periodista, antropóloga y traductora, Sarah V. Platt me escribía desde la fría Breslavia, junto al río Oder, al suroeste de Polonia. Aquella floreciente ciudad de pasado nazi, que en la primera mitad del siglo XIX experimentara un gran desarrollo industrial y económico, y que, tras el fin de la guerra fría, desde 1989 hasta la actual crisis iniciada en 2008, fuera una de las ciudades más prósperas de Polonia. Desde allí me contaba que en la actualidad está realizando el trabajo de campo necesario para concluir en un breve plazo de tiempo su tesis doctoral sobre el escritor y reportero polaco Ryszard Kapuscinski. Para ello llevaba más de tres meses de investigación en aquel país cuna del maestro, cuya enorme tradición literaria, según me explica, ni comenzó ni terminó con Kapuscinski.

A sus 29 años de edad, Sarah V. Platt es desde hace cinco profesora universitaria de idiomas y periodismo. Ejerciendo como periodista ha trabajado en diversos medios de comunicación, en particular prensa escrita, o como ad-ministradora en universidades y museos, colaborando también en el sector de las ONG. Es traductora de inglés y español y editora de textos periodísticos y académicos. Desde hace más de ocho años, como antropóloga, también ha realizado trabajos de investigación en diferentes países como Malasia, Tailandia, Indonesia, Puerto Rico, Perú, Italia o Polonia.

Gracias a una conversación privada mantenida con la traductora Ágata Orzeszek, presente en el seminario sobre Kapuscinski que celebró la UCM el pasado año en Madrid, Sarah supo de la existencia de una escuela polaca de reportaje. Y sin dudarlo, poco tiempo después, se trasladó a Breslavia para continuar desarrollando allí su intensa labor investigadora. Una indagación que la llevó al conocimiento más profundo de autores de esa misma tradición periodística y literaria como son Wojciech Jagielski o Wojciech Tochman, con los cuales se ha estado entrevistando en persona, y cuya interesante lectura me recomienda vivamente.

Wojciech Jagielski estudió en la Facultad de Periodismo de la Universidad de Varsovia. Ha trabajado en el departamento de relaciones exteriores de la Agencia Polaca de Prensa y desde 1991 en la Gazeta Wyborcza, que dirige Adam Michnik, el periódico más prestigioso de Polonia. Habi-tualmente colabora con la BBC y el diario Le Monde, siendo premiado en varias ocasiones por su importante trabajo periodístico.

En el libro ‘Torres de piedra’, Jagielski retrata en un brillante reportaje la trágica Chechenia de abundantes recursos petrolíferos que, durante la caída de la URSS en 1991, aspira a la independencia. Lo que le acarrearía dos sangrientas guerras con Rusia que se saldaron con más de 150.000 muertos. La obra se ciñe a la segunda de ellas, iniciada como maniobra política en 1999 para respaldar la elección del por entonces desconocido ex miembro de la KGB, Vladimir Putin. Una guerra cruel sostenida entre un desesperado puñado de guerrilleros contra el poderoso ejército ruso. Mientras que en ‘Una oración por la lluvia’ refleja en sus crónicas su visión del laberinto afgano, fruto de los once viajes que el autor realizó a ese país entre 1992 y 2001, mostrando la compleja situación de un país castigado por revoluciones y contrarrevoluciones.

Por otro lado, el escritor Wojciech Tochman, autor de ‘Like Eating a Stone: Surviving the Past in Bosnia’, es uno de los periodistas polacos más traducidos hoy en día. Sus libros han sido publicados en inglés, francés, holandés, sueco, finlandés, ruso y bosnio. Fue finalista del Gran Premio Testigo del Mundo, que concede Radio Francia Internacional, y actualmente dirige el Instituto polaco de reportaje junto a los otros dos fundadores, Pawel Goźliński y Mariusz Szczygiel.

En la obra citada, Tochman relata cómo durante cuatro años la guerra de Bosnia causó la muerte de más de 100.000 personas. Y también que tuvieron que pasar muchos meses, incluso años, antes que comenzara el proceso de iden-tificación de los muertos enterrados en fosas comunes, para darles un entierro digno con el debido duelo. Pero muchos siguen a la espera de encontrarlos y continúan su búsqueda hasta hoy. Tochman viaja al paisaje devastado de la posguerra acompañado por algunos supervivientes, en su mayoría mujeres. Y con la sensibilidad de Kapuscinski, realiza un reportaje de gran alcance contando la historia desde el punto de vista de las personas que lo perdieron casi todo en esa dolorosa guerra.



Más información

‘Morphologie’, blog de Sarah V. Platt

‘Bacacay’, blog de Pawel Goźliński


En la fotografía Sarah V. Platt y Wojciech Jagielski

martes, 22 de noviembre de 2011

‘Machu Picchu, 100 años en imágenes’


Una exposición en el Círculo de Bellas Artes de Madrid reúne 44 fotografías de la colección de la National Geographic Society entorno a este poderoso y emblemático enclave andino cien años después de ser descubierto por Hiram Bingham, y que aparecen clasificadas en diferentas secciones explicativas como son su descubrimiento, alturas, maravilla, naturaleza, y arquitectura de Machu Picchu.

Si recorriéramos el Camino Real de los Incas en dirección sur partiendo de Quito para después pasar por Cuzco –el “Ombligo del Mundo” de los incas–, llegaríamos a la cordillera de Vilcabamba y a la cercana y, normalmente visible en el horizonte, sierra de Urubamba. Donde los Andes son aquí más sagrados que en otro lugar, jalonados de cimas tales como el Ausangate (6.372 m.), o el Salcantay (6271 m.), que son las moradas de los Apus custodios de aquellos valles. Y cuenta una leyenda inca que en el principio de los tiempos, cuando el mundo empezó a ser mundo, tuvo lugar una disputa entre las montañas Ausangate y Salcantay, como colosales representaciones del hombre y la mujer, tras la cual el Salcantay se retiró triste hacia la selva y el Ausangate, solitario, se quedó en las alturas.

Pero existen numerosos caminos adyacentes en ese en-tramado de vías que crearon los incas para facilitar las comunicaciones entre aquellos agrestes parajes flanqueados por cerros y nevados, y uno de ellos es el bonito y mágico sendero inca a Machu Picchu, literalmente “montaña vieja” en quechua. Ese místico y asombroso lugar de poder, cuya senda en cuatro o cinco días nos lleva al centro ceremonial que se halla enclavado entre las cordilleras Vilcabamba y Urubamba.

Aunque hubo otros que lo rondaron antes, el descubridor científico de Machu Picchu fue Hiram Bingham. Profesor, historiador y explorador americano, heredó de su padre, uno de los primeros misioneros cristianos en el archipiélago de Gilbert, en la Polinesia, su insaciable avidez de explorar lo desconocido. Llegó a Sudamérica con la intención de conocer y estudiar los caminos que recorriera el gran general Simón Bolívar. Sus experiencias en Venezuela y Colombia le enseñaron la ventaja que significaba para un explorador estar respaldado por el gobierno; por eso decide sacar partido de su posición como delegado oficial de los EE UU para penetrar en los Andes centrales y seguir el viejo camino comercial español de Buenos Aires a Lima. Acompañado de su amigo Clarence L. Hay, y partiendo de Cuzco, se propuso cruzar la tierra de los incas a lomo de mula. Así, en 1911, después de realizar un difícil viaje al departamento de Abancay, pasando antes por Limatambo, y después de indagar sobre las posibles ciudades incas, inició su recorrido dirigiéndose al valle del río Urubamba, luego Ollantaytambo, continuando hasta Torontoy, y más tarde llegó a Mandorpampa. En este paraje acamparían cerca de la modesta vivienda de un campesino, quien les dijo que en las proximidades había unas buenas ruinas. Al amanecer del 24 de julio caía una heladora llovizna, bajo la que anduvieron tres cuartos de hora hasta cruzar un río por un frágil puente de troncos unidos con lianas; luego continuaron una hora y veinte minutos más hasta llegar a unas terrazas de cultivos. Alcanzado este punto un niño indio les sirvió de guía.

Pese a que Machu Picchu estaba completamente cubierto de frondosa vegetación, Bingham percibió esas fuerzas telúricas que se desprenden de los lugares poderosos y comprendió que se trataba de un importantísimo conjunto arqueológico oculto por un verdadero bosque de grandes árboles, que habían crecido en las terrazas durante siglos. Bingham optó por buscar cavernas sepulcrales y alentó a los peones para continuar con las excavaciones ofreciéndoles más dinero. Más tarde se halló gran cantidad de cuevas con restos humanos, tanto dentro del sector urbano como fuera, pero las excavaciones más fructíferas se hicieron en los alrededores del templo del sol. En total se hallaron los restos de 173 individuos, de los cuales 150 correspondían a mujeres. Machu Picchu era una huaca donde se realizaban ritos con la preciada coca y donde había un acllahuasi o casa de las acllas, un edificio de la arquitectura ceremonial inca como también la kallanka o el ushnu. Las acllas eran aquellas mujeres escogidas que acompañaban a la sacerdotisa o “mamacuna”, y que preparaban las bebidas indispensables para la celebración de los rituales, dedicadas a la labor textil y, su función más importante, la de servir de regalo para el inca.

El valor de este santuario para los incas había sido mágico-religioso y sobre todo paisajístico. Aquellos incas percibieron las fuerzas telúricas que emanan de él, y como reseñaba M. Eliade en la definición de hierofanía, una revelación de lo sagrado. El paisaje de los nevados, cerros, cumbres, abismos y bosques, les produjo, como a cualquiera que lo contemple, una fascinación especial.


‘Machu Picchu, 100 años en imágenes’. En el Círculo de Bellas Artes de Madrid hasta el 2 de diciembre.


Enlace de interés

Fotografías de Hiram Bingham en NGS

viernes, 11 de noviembre de 2011

Jung y las sincronías en el espacio-tiempo


El sabio Voltaire nos adelantó en 1752, en su relato fantástico titulado ‘Micromegas’, la existencia de dos lunas en la órbita de Marte. Veintiséis años antes, en una de sus obras Jonathan Swift había descrito dos satélites naturales cercanos a ese planeta. Sabios o soñadores fueron visionarios que intuyeron que existía algo que era imposible saber con certeza por no haber una constancia perceptible de ello. Si bien el astrónomo Johannes Kepler ya apuntase, a principios del siglo XVII, que Marte debía tener dos satélites, basándose en la lógica de una “armonía numérica” entre los planetas Tierra y Júpiter y sus correspondientes satélites orbitales. Ya que si Júpiter tenía los cuatro que se creía en la época descubiertos por Galileo Galilei en 1610, y una luna la Tierra, a Marte le tocaría proporcionalmente dos de ellos. Como así ha sido, pues serían descubiertos en 1877 por el astrónomo estadounidense Asaph Hall, siendo bautizados por él como los caballos del dios Marte, ‘Fobos’ (miedo) y ‘Deimos’ (terror).

Aunque éste es un claro ejemplo del fenómeno conocido como serendipia, estas y otras coincidencias, concordancias o casualidades fruto del azar fueron estudiadas por Jung a lo largo de su vida hasta el día de su fallecimiento, del que este año se cumplió el cincuenta aniversario, y a las que el psicólogo suizo llamó “sincronías”. Es decir, las coincidencias o la simultaneidad de fenómenos o sucesos acaecidos en el tiempo. Término que deviene etimológicamente del griego syn (con, a la vez, justamente) y también de la mitología griega, Khronos (tiempo).


‘Sincronías’ (microrelato)

Madame Bruel tenía en su cuarto un moderno reloj electrónico que había comprado hacía dieciocho años en un pequeño comercio del Boulevard Sebastopol, de esos que incorporaban radio-despertador con una gran pantalla negra en la que figuraban los números que indicaban la hora en un brillante y eléctrico color rojo, y que tenía una asombrosa particularidad que no dejaba de sorprenderla todos los días. Cada vez que por una razón u otra miraba el reloj para ver la hora que era, como por azar, resultaba que las cifras parecían confabularse para coincidir misteriosamente y de un modo sincrónico en números capicúas y repetidos de forma aleatoria. Por ejemplo, si se despertaba durante la noche, atisbaba con el rabillo de su ojo izquierdo cómo el reloj sobre la mesita junto a la cama marcaba las 5:05; cuando lo consultaba si se levantaba por la mañana, advertía que éste señalaba las 8:08; en otra ocasión, también al azar, las 12:21; o también las 14:41; las 20:02, o las 21:12. Otras veces el reloj y la casualidad se conjugaban para mostrar otra combinación de dígitos, esta vez indicando la hora siempre con el mismo número, es decir, las 2:22; las 3:33; las 4:44, etcétera. Y, por supuesto, siempre que el reloj señalaba la hora, de un modo u otro, era realmente esa hora la exacta en París en ese preciso momento.

La anciana, que durante la ocupación nazi y a instancia de sus padres vivió una buena temporada en Barcelona, había oído hablar de los números capicúas –del catalán cap i cua, es decir, cabeza y cola–, y pensaba ingenuamente que éstos eran un claro síntoma de buen augurio. Si bien, científicamente, es sabido que traen tanta buena suerte como mala es la que propicia a los supersticiosos pasar por debajo de una escalera.

La vieja refunfuñaba a la vez que leía una edición atrasada del diario Le Monde y chupaba su boquilla con el cigarrillo insertado todavía sin encender cuando, por segunda vez, un huésped bajaba por la empinada escalera de madera que conducía a la recepción. La primera lo había hecho para desayunar café con croissant en la cercana cafetería de la Place del Petit Pont. Y tras coger el escaso equipaje observando que la cama ya había sido hecha y el pequeño cuarto estaba ventilado y ordenado, ahora esperaba ante el añoso mostrador de madera, en el que acababa de depositar la llave nº 11, a que el recepcionista le entregase la factura de su estancia en el hotel. Madame Bruel, que se ponía en pie en ese mismo momento y arrojaba con apatía en un rincón del hall el periódico que había estado leyendo hasta entonces, se acercó al mostrador musitando al oído del hombre que, en su opinión, “había demasiados musulmanes en Francia”, a la vez que desaparecía en el interior de una de las habitaciones aledañas dejando suspendidas en el aire aquellas palabras y la estela de humo del cigarro que acababa de prender. A los pocos instantes, desde dentro de la habitación a la que la vieja había accedido, surgía el eco apagado de su voz exclamando: ¡las 11:11!


En realidad, estos hechos fortuitos que nos acontecen cotidianamente bien podrían deberse, como ya vislumbrara algún visionario, a que lo que creemos estar viviendo, seamos o no conscientes de ello, sea un sueño del que desconocemos cuándo se producirá el despertar; y la muerte, por otro lado, la certeza de que llevará aparejado ese mismo “despertar”. Por tanto, no se equivocaba el escritor alemán Novalis cuando afirmaba al respecto que “estamos próximos al despertar cuando soñamos que soñamos”.



Enlaces de interés

Jung y El Escarabajo Dorado

50 años de la muerte de Jung