viernes, 11 de noviembre de 2011

Jung y las sincronías en el espacio-tiempo


El sabio Voltaire nos adelantó en 1752, en su relato fantástico titulado ‘Micromegas’, la existencia de dos lunas en la órbita de Marte. Veintiséis años antes, en una de sus obras Jonathan Swift había descrito dos satélites naturales cercanos a ese planeta. Sabios o soñadores fueron visionarios que intuyeron que existía algo que era imposible saber con certeza por no haber una constancia perceptible de ello. Si bien el astrónomo Johannes Kepler ya apuntase, a principios del siglo XVII, que Marte debía tener dos satélites, basándose en la lógica de una “armonía numérica” entre los planetas Tierra y Júpiter y sus correspondientes satélites orbitales. Ya que si Júpiter tenía los cuatro que se creía en la época descubiertos por Galileo Galilei en 1610, y una luna la Tierra, a Marte le tocaría proporcionalmente dos de ellos. Como así ha sido, pues serían descubiertos en 1877 por el astrónomo estadounidense Asaph Hall, siendo bautizados por él como los caballos del dios Marte, ‘Fobos’ (miedo) y ‘Deimos’ (terror).

Aunque éste es un claro ejemplo del fenómeno conocido como serendipia, estas y otras coincidencias, concordancias o casualidades fruto del azar fueron estudiadas por Jung a lo largo de su vida hasta el día de su fallecimiento, del que este año se cumplió el cincuenta aniversario, y a las que el psicólogo suizo llamó “sincronías”. Es decir, las coincidencias o la simultaneidad de fenómenos o sucesos acaecidos en el tiempo. Término que deviene etimológicamente del griego syn (con, a la vez, justamente) y también de la mitología griega, Khronos (tiempo).


‘Sincronías’ (microrelato)

Madame Bruel tenía en su cuarto un moderno reloj electrónico que había comprado hacía dieciocho años en un pequeño comercio del Boulevard Sebastopol, de esos que incorporaban radio-despertador con una gran pantalla negra en la que figuraban los números que indicaban la hora en un brillante y eléctrico color rojo, y que tenía una asombrosa particularidad que no dejaba de sorprenderla todos los días. Cada vez que por una razón u otra miraba el reloj para ver la hora que era, como por azar, resultaba que las cifras parecían confabularse para coincidir misteriosamente y de un modo sincrónico en números capicúas y repetidos de forma aleatoria. Por ejemplo, si se despertaba durante la noche, atisbaba con el rabillo de su ojo izquierdo cómo el reloj sobre la mesita junto a la cama marcaba las 5:05; cuando lo consultaba si se levantaba por la mañana, advertía que éste señalaba las 8:08; en otra ocasión, también al azar, las 12:21; o también las 14:41; las 20:02, o las 21:12. Otras veces el reloj y la casualidad se conjugaban para mostrar otra combinación de dígitos, esta vez indicando la hora siempre con el mismo número, es decir, las 2:22; las 3:33; las 4:44, etcétera. Y, por supuesto, siempre que el reloj señalaba la hora, de un modo u otro, era realmente esa hora la exacta en París en ese preciso momento.

La anciana, que durante la ocupación nazi y a instancia de sus padres vivió una buena temporada en Barcelona, había oído hablar de los números capicúas –del catalán cap i cua, es decir, cabeza y cola–, y pensaba ingenuamente que éstos eran un claro síntoma de buen augurio. Si bien, científicamente, es sabido que traen tanta buena suerte como mala es la que propicia a los supersticiosos pasar por debajo de una escalera.

La vieja refunfuñaba a la vez que leía una edición atrasada del diario Le Monde y chupaba su boquilla con el cigarrillo insertado todavía sin encender cuando, por segunda vez, un huésped bajaba por la empinada escalera de madera que conducía a la recepción. La primera lo había hecho para desayunar café con croissant en la cercana cafetería de la Place del Petit Pont. Y tras coger el escaso equipaje observando que la cama ya había sido hecha y el pequeño cuarto estaba ventilado y ordenado, ahora esperaba ante el añoso mostrador de madera, en el que acababa de depositar la llave nº 11, a que el recepcionista le entregase la factura de su estancia en el hotel. Madame Bruel, que se ponía en pie en ese mismo momento y arrojaba con apatía en un rincón del hall el periódico que había estado leyendo hasta entonces, se acercó al mostrador musitando al oído del hombre que, en su opinión, “había demasiados musulmanes en Francia”, a la vez que desaparecía en el interior de una de las habitaciones aledañas dejando suspendidas en el aire aquellas palabras y la estela de humo del cigarro que acababa de prender. A los pocos instantes, desde dentro de la habitación a la que la vieja había accedido, surgía el eco apagado de su voz exclamando: ¡las 11:11!


En realidad, estos hechos fortuitos que nos acontecen cotidianamente bien podrían deberse, como ya vislumbrara algún visionario, a que lo que creemos estar viviendo, seamos o no conscientes de ello, sea un sueño del que desconocemos cuándo se producirá el despertar; y la muerte, por otro lado, la certeza de que llevará aparejado ese mismo “despertar”. Por tanto, no se equivocaba el escritor alemán Novalis cuando afirmaba al respecto que “estamos próximos al despertar cuando soñamos que soñamos”.



Enlaces de interés

Jung y El Escarabajo Dorado

50 años de la muerte de Jung