Nacido en 1874 en la vieja ciudad de los zares, San Petersburgo, Nikolai Roerich abandonó todo siendo un artista y humanista notable para emprender un viaje de conocimiento por Asia Central.
En agosto de 1925, su expedición partía de Cachemira y atravesaba las cumbres del Karakorum, para detenerse por un periodo de cuatro meses en la ciudad de Hetián, y a finales de enero de 1926 atravesar el enigmático desierto de Taklamakán –que en la lengua de los uigures significa “si entras nunca saldrás”, y del que ya nos habló Marco Polo en su célebre ‘Libro de las maravillas’–, un desierto dentro de otro, el de Gobi, situado en el mismo corazón de Asia.
Roerich cruza las Tien Shan (Montañas celestiales) y llega a Urumchi, en la depresión de Dhungaría, para poste-riormente, en marzo, cruzar el lago Zajsan a los pies de las Altai –cordillera que tiene su comienzo al sur de Siberia, se prolonga en Mongolia, y haciendo frontera con China, declina en el desierto de Gobi–. En siete meses había recorrido más de dos mil quinientos kilómetros por la región más misteriosa e ignota de Asia, cuya mitología esotérica corresponde a las más remotas civilizaciones de la Tierra. A su regreso a Rusia portaba un mensaje, el cual le había sido transmitido por los mahatmas (grandes almas). El mensaje fue conservado cuidadosamente en los archivos soviéticos del estado, y sólo fue dado a conocer cuarenta años después, en 1965, en la revista ‘Mezhdunarodnaya Zhizn’ (La Vida Internacional). Era un mensaje de salutación para el gobierno ruso y una arqueta que contenía tierra del Tíbet, para la tumba de Lenin. Roerich fue recibido en audiencia y cortésmente escuchado por varios dirigentes políticos de la por entonces Unión Soviética. Además, uno de sus espléndidos lienzos, en concreto Maitreya el conquistador, fue destinado al Museo de Arte de Gorki.
Tanto el credo hinduista, como las doctrinas del Tao, las distintas formas del budismo y, hasta las variantes mágicas del chamanismo de Mongolia y Siberia, coinciden en señalar un lugar exacto y desconocido, donde moran los dioses desde la noche de los tiempos. Ese ombligo del mundo es Shambala. En el budismo tibetano mítico, un reino rodeado de montañas, en el cual hay una ciudad, y en ella un palacio real cuyo jardín alberga el mandala de la rueda del tiempo o kalachakra.
Respecto a esos misteriosos personajes con los que Roerich contactó en su singular viaje iniciático, la realidad histórica relaciona a los uigures, una etnia de remoto origen turco, como a una calidad de servidores o intermediarios de los señores de Shambala. La expedición de Roerich atravesó toda aquella zona en busca de su realidad ancestral, hasta que más tarde como afirma, establece contacto con los mahatmas Morya y Koot Hoomi en la oriental Shambala.
En 1928 funda un seminario para el estudio de materiales etnográficos y arqueológicos en Nagár, en el valle del río Kullu, en las inmediaciones de Cachemira, fijando allí su residencia desde ese mismo año, de donde partiría tres años atrás, y del Ladakh, cuyos primeros pobladores provenían de las laderas del Monte Kailas, y el Tíbet, donde la sincrética realidad del mito shambálico pervivía. Allí vivió pintando, escribiendo, ampliando sus conocimientos sobre arqueología o plantas e impregnándose de ese pensamiento superior hasta 1947, año en el que fallecería, un 13 de diciembre. Su cuerpo fue incinerado y sus cenizas enterradas en una ladera, frente a las montañas que tanto amó y pintó en muchas de sus casi siete mil obras.
Actualmente se puede contemplar gran parte de su obra pictórica visitando el museo que lleva su nombre en la ciudad de Nueva York, en 319 West 107th Street. O también en el Centro Internacional Roerich, que se encuentra en Moscú, y que está dedicado también a su mujer, Helena Roerich, con quien fundaría la Sociedad Agni Yoga.
El pasado año, en Madrid se celebró ‘La Marcha de la Paz’ y el 75º aniversario del ‘Pacto Roerich’.
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Página web oficial del Museo Roerich