Transcurrió poco
más de una semana después de aquella tarde en San Lorenzo de El Escorial
cuando, finalmente, se cumplió el que era mi deseo, había vuelto de nuevo a
París y cambiado la mesa del entrañable café del Hotel Miranda & Suizo por
la de un mítico café de la historia de esta ciudad, cumpliéndose así también lo
que presagiaba con su adagio Irwin Shaw: “empiezas en una mesa de café porque
todo, en París, empieza en una mesa de café”. Habían pasado apenas unos días de
una coincidencia premonitoria y ya me encontraba confortablemente sentado bajo
las dos estatuillas chinas en el interior del, en otro tiempo café literario,
Les Deux Magots, situado en el 6 Place Saint-Germain-des-Prés, frente a la
iglesia homónima, la más antigua de París que aún conserva vestigios románicos,
y donde reposan los restos de Descartes, entre otros. La veo en esta tarde
otoñal de este 27 de septiembre, aniversario del nacimiento de Maurice
Blanchot, a través de la cristalera en la que hasta hace algunos años –pues ya
han sido sustituidas– figuraba grabada una cita de Guy de Maupassant,
ligeramente a mi izquierda, mientras que, frente a mí, es decir, en los dos
ventanales que dan al Boulevard Saint-Germain, se podían leer las de Gustave Flaubert
y Víctor Hugo; más a la derecha, igualmente sobre otro cristal, se podía
observar un texto de Simone de Beauvoir y, justo detrás de mí, otro de Marcel
Proust de Le temps retrouvé que literalmente traduzco, pues en su día lo
quise anotar en mi Moleskine y aún lo
conservo: «Lo que un aroma inhalado en otros tiempos evoca hoy día es bien otra
cosa que un pasado traumático y lejano; ese olor libera “La esencia permanente
y habitualmente escondida de las cosas”». Maurice Blanchot, del que se dijo que
“fue enfermizo y agónico y nunca supimos si estaba vivo o muerto”, escribiría,
entre otras, la obra de ensayo titulada La
part du feu (La parte del fuego). Una interesante reflexión alrededor de la
creación literaria. Intentando responder a la pregunta ¿qué es la literatura?
Sentado ahora
aquí, donde quizá sin duda lo estuvo también alguna vez el escritor francés
Jean Cocteau, quien dijera de Proust que estaba fuera de toda duda que percibió
el tiempo verdadero, yo también percibo el tiempo que para mí es verdadero,
hasta el punto que seguiría en este lugar, de esta forma, si este instante
fuera eterno –“hay momentos en que el tiempo se para de pronto para dejar paso
a la eternidad”, afirmaba Dostoyevski–. Percibo la música en un segundo plano,
como un susurro –aunque no distingo muy bien lo que escucho pues solo a veces
oigo un acordeón que, como a Proust su magdalena, a mí me recordaba a Daniel y
al café del Miranda & Suizo–, solo cuando también cede el moderado
estrépito causado por el entrechocar de tazas y platos y el tintineo de
cucharillas procedente de la barra que está a mi espalda, y disminuye el
murmullo de la clientela que, en el exterior, en la concurrida terraza,
conversa animadamente entre los ecos de bocinas de los automóviles que circulan
por el bulevar y el tránsito diario de viandantes. Una terraza que casi se
prolongaría hasta unirse con la del vecino y legendario Café de Flore de no ser
porque, entremedias, apenas a unos metros, se encuentra la Rue Saint-Benoît
–calle en la que vivió, en el número cinco, la galardonada en 1984 con el
premio Goncourt, Marguerite Duras– conformando, junto con la Braserie Lipp,
situada justo enfrente, el otrora triángulo de oro de las letras. Sería Marguerite
Duras, en 1982, quien publicara un texto en Les éditions de Minuit del que
Maurice Blanchot dijo que era “en sí mismo insuficiente, lo que quiere decir
perfecto, lo que quiere decir sin salida”. El texto en cuestión se trataba de
la obra La maladie de la mort (El mal
de la muerte).
Estos breves
instantes de “percepción del tiempo verdadero”, de entrega a la reflexión
observando a mi alrededor para realizar detalladas anotaciones en mi libreta Moleskine a modo de diario, habían sido
provocados por un íntimo impulso literario, debido al recuerdo del natalicio de
Maurice Blanchot, autor también de L'Arrêt
de mort (La sentencia de muerte), pero al mismo tiempo constatando que no
era posible, como decía el intelectual, novelista y crítico literario francés –en
cuyos ensayos y narraciones estaban siempre presentes el vacío, la soledad y el
fin de la vida–, “entregarse a la fascinación de la ausencia del tiempo” –ese
tiempo no verdadero–. Este tiempo que, como el fluir de las aguas cercanas del
Sena, pasaba lento pero inexorable.
Fotografía ‘Les
Deux Magots’ © Fernando Torres