jueves, 27 de septiembre de 2012

En la efeméride de Maurice Blanchot



Transcurrió poco más de una semana después de aquella tarde en San Lorenzo de El Escorial cuando, finalmente, se cumplió el que era mi deseo, había vuelto de nuevo a París y cambiado la mesa del entrañable café del Hotel Miranda & Suizo por la de un mítico café de la historia de esta ciudad, cumpliéndose así también lo que presagiaba con su adagio Irwin Shaw: “empiezas en una mesa de café porque todo, en París, empieza en una mesa de café”. Habían pasado apenas unos días de una coincidencia premonitoria y ya me encontraba confortablemente sentado bajo las dos estatuillas chinas en el interior del, en otro tiempo café literario, Les Deux Magots, situado en el 6 Place Saint-Germain-des-Prés, frente a la iglesia homónima, la más antigua de París que aún conserva vestigios románicos, y donde reposan los restos de Descartes, entre otros. La veo en esta tarde otoñal de este 27 de septiembre, aniversario del nacimiento de Maurice Blanchot, a través de la cristalera en la que hasta hace algunos años –pues ya han sido sustituidas– figuraba grabada una cita de Guy de Maupassant, ligeramente a mi izquierda, mientras que, frente a mí, es decir, en los dos ventanales que dan al Boulevard Saint-Germain, se podían leer las de Gustave Flaubert y Víctor Hugo; más a la derecha, igualmente sobre otro cristal, se podía observar un texto de Simone de Beauvoir y, justo detrás de mí, otro de Marcel Proust de Le temps retrouvé que literalmente traduzco, pues en su día lo quise anotar en mi Moleskine y aún lo conservo: «Lo que un aroma inhalado en otros tiempos evoca hoy día es bien otra cosa que un pasado traumático y lejano; ese olor libera “La esencia permanente y habitualmente escondida de las cosas”». Maurice Blanchot, del que se dijo que “fue enfermizo y agónico y nunca supimos si estaba vivo o muerto”, escribiría, entre otras, la obra de ensayo titulada La part du feu (La parte del fuego). Una interesante reflexión alrededor de la creación literaria. Intentando responder a la pregunta ¿qué es la literatura?

Sentado ahora aquí, donde quizá sin duda lo estuvo también alguna vez el escritor francés Jean Cocteau, quien dijera de Proust que estaba fuera de toda duda que percibió el tiempo verdadero, yo también percibo el tiempo que para mí es verdadero, hasta el punto que seguiría en este lugar, de esta forma, si este instante fuera eterno –“hay momentos en que el tiempo se para de pronto para dejar paso a la eternidad”, afirmaba Dostoyevski–. Percibo la música en un segundo plano, como un susurro –aunque no distingo muy bien lo que escucho pues solo a veces oigo un acordeón que, como a Proust su magdalena, a mí me recordaba a Daniel y al café del Miranda & Suizo–, solo cuando también cede el moderado estrépito causado por el entrechocar de tazas y platos y el tintineo de cucharillas procedente de la barra que está a mi espalda, y disminuye el murmullo de la clientela que, en el exterior, en la concurrida terraza, conversa animadamente entre los ecos de bocinas de los automóviles que circulan por el bulevar y el tránsito diario de viandantes. Una terraza que casi se prolongaría hasta unirse con la del vecino y legendario Café de Flore de no ser porque, entremedias, apenas a unos metros, se encuentra la Rue Saint-Benoît –calle en la que vivió, en el número cinco, la galardonada en 1984 con el premio Goncourt, Marguerite Duras– conformando, junto con la Braserie Lipp, situada justo enfrente, el otrora triángulo de oro de las letras. Sería Marguerite Duras, en 1982, quien publicara un texto en Les éditions de Minuit del que Maurice Blanchot dijo que era “en sí mismo insuficiente, lo que quiere decir perfecto, lo que quiere decir sin salida”. El texto en cuestión se trataba de la obra La maladie de la mort (El mal de la muerte).

Estos breves instantes de “percepción del tiempo verdadero”, de entrega a la reflexión observando a mi alrededor para realizar detalladas anotaciones en mi libreta Moleskine a modo de diario, habían sido provocados por un íntimo impulso literario, debido al recuerdo del natalicio de Maurice Blanchot, autor también de L'Arrêt de mort (La sentencia de muerte), pero al mismo tiempo constatando que no era posible, como decía el intelectual, novelista y crítico literario francés –en cuyos ensayos y narraciones estaban siempre presentes el vacío, la soledad y el fin de la vida–, “entregarse a la fascinación de la ausencia del tiempo” –ese tiempo no verdadero–. Este tiempo que, como el fluir de las aguas cercanas del Sena, pasaba lento pero inexorable.



Fotografía ‘Les Deux Magots’ © Fernando Torres