El pasado 3 de julio se cumplían
130 años del nacimiento del escritor más emblemático de la literatura
universal, Franz Kafka, conocido mundialmente por su famosa obra titulada ‘La
metamorfosis’, entre otras muchas fruto de su fecunda imaginación y su particular
manera de entender y sentir la vida. En este su aniversario, recordamos al
inmortal autor checo de lengua alemana, nacido en 1883 en la bonita ciudad de
Praga, y que moriría en 1924 en el sanatorio de Kierling, cerca de Viena.
De familia judía, se adhirió al
sionismo y pensó realizar un viaje a Palestina, si bien no lo llegó a llevar a cabo.
En la Universidad de su ciudad natal estudió derecho obteniendo, en 1906, el
doctorado en dicha especialidad. Hasta 1908 se empleó en la carrera judicial,
aunque poco después trabajaría en una compañía de seguros, donde permanecería
hasta 1917, año en el que la tuberculosis que padecía le forzó a ausentarse en
varias ocasiones, hasta que finalmente tuvo que abandonar ese trabajo de forma
definitiva en 1922. Desde el año 1908 hasta 1913 Kafka realizaría diferentes
viajes por Italia, Francia, Alemania y Austria. Sus novelas, caracterizadas
según algunos críticos por su “realismo mágico”, son claras manifestaciones de
sus conflictos interiores, como son las relaciones con su padre, el amor, el
odio al trabajo burocrático y lo que representaba para él la culpabilidad y la
condena en la vida del ser humano. En vida Kafka publicó muy poco y sus grandes
obras maestras se salvaguardaron gracias al también escritor, compositor y
periodista checo Max Brod, al cual le unía una gran amistad. Afortunadamente,
Brod desobedeció la orden de Kafka para que a su muerte destruyera todos sus
escritos. Póstumamente se publicarían también las cartas escritas a su
traductora checa, Milena Jasenka, cuyo titulo es ‘Cartas a Milena’. Aunque
Kafka exigió a su amigo Brod que quemara todos sus escritos tras su
fallecimiento, el que fuera albacea del gran escritor no respetó su última
voluntad. Después de la invasión de Alemania a Checoslovaquia en 1939, Brod se
trasladó a Palestina llevándose consigo todos los manuscritos de Kafka. A la
muerte de Brod en 1968, los documentos pasaron a manos de su secretaria Esther
Hoffe. En el testamento, el custodio de los escritos de Kafka pidió a la mujer
que los cediera a la Universidad Hebrea de Jerusalén o a la Biblioteca pública
de Tel Aviv. Sin embargo, Hoffe prefirió legar los manuscritos a sus hijas, lo
que generó un conflicto entre las instituciones académicas y los herederos de
la exsecretaria de Brod. En 2009 comenzó un juicio contra los herederos de los
manuscritos de Franz Kafka que finalizó el año pasado cuando un tribunal
israelí ordenó que los documentos de Max Brod, incluidos los citados manuscritos,
fueran transferidos a una biblioteca nacional de Israel.
El oprimente y angustioso mundo
en el que el individuo se encuentra impotente y solo frente a poderes hostiles
e incomprensibles es tan característico del autor que para referirnos en la
vida a circunstancias enrevesadas, absurdas o atormentadas empleamos con
naturalidad el adjetivo “kafkiano”, y eso da una inequívoca idea de su gran
influencia en la cultura occidental como escritor. La literatura de Kafka
representa la impotencia del ser humano frente al agente externo, que puede
resultar siendo una grotesca y monstruosa transformación, como en ‘La
Metamorfosis’, o la presencia de una homogénea y cerrada comunidad que
atormenta al personaje protagonista de su obra conocida como ‘El Castillo’. Sin
lugar a dudas Kafka es el mejor escritor que representa el permanente estado de
frustración del ser humano.
Un breve ejemplo de su narrativa,
que no excede en demasía el espacio de este blog, lo tenemos en el siguiente relato.
‘El puente’
Yo era rígido y frío, yo estaba tendido sobre un precipicio; yo era un puente. En un extremo estaban las puntas de los pies; al otro, las manos, aferradas; en el cieno quebradizo clavé los dientes, afirmándome. Los faldones de mi chaqueta flameaban a mis costados. En la profundidad rumoreaba el helado arroyo de las truchas. Ningún turista se animaba hasta estas alturas intransitables, el puente no figuraba aún en ningún mapa. Así yo yacía y esperaba; debía esperar. Todo puente que se haya construido alguna vez, puede dejar de ser puente sin derrumbarse.
Fue una vez hacia el atardecer –no
sé si el primero y el milésimo–, mis pensamientos siempre estaban confusos,
giraban siempre en redondo; hacia ese atardecer de verano; cuando el arroyo
murmuraba oscuramente, escuché el paso de un hombre. A mí, a mí. Estírate puente,
ponte en estado, viga sin barandales, sostén al que te ha sido confiado. Nivela
imperceptiblemente la inseguridad de su paso; si se tambalea, date a conocer y,
como un dios de la montaña, ponlo en tierra firme.
Llegó y me golpeteó con la punta metálica de su bastón, luego alzó con ella los faldones de mi casaca y los acomodó sobre mí. La punta del bastón hurgó entre mis cabellos enmarañados y la mantuvo un largo rato ahí, mientras miraba probablemente con ojos salvajes a su alrededor. Fue entonces –yo soñaba tras él sobre montañas y valles– que saltó, cayendo con ambos pies en mitad de mi cuerpo. Me estremecí en medio de un salvaje dolor, ignorante de lo que pasaba. ¿Quién era? ¿Un niño? ¿Un sueño? ¿Un salteador de caminos? ¿Un suicida? ¿Un tentador? ¿Un destructor? Me volví para poder verlo. ¡El puente se da vuelta! No había terminado de volverme, cuando ya me precipitaba, me precipitaba y ya estaba desgarrado y ensartado en los puntiagudos guijarros que siempre me habían mirado tan apaciblemente desde el agua veloz.
Franz Kafka