lunes, 25 de mayo de 2009

Un encuentro con Camille Pissarro


El museo Thyssen-Borne- misza presentó en Madrid la exposición de pintura titulada ‘La sombra’



A mi regreso del fugaz viaje a París, ya me encontraba organizando el de partida hacia Santiago de Compostela que, en esta tercera ocasión, tenía previsto emprender desde Roncesvalles, luego de arribar a la ciudad de Pamplona.

A la capital francesa llegué en la mañana del sábado 11 de junio de este 2004, año santo compostelano y, una vez que hube dejado el equipaje en un hotel situado en la Rue de Citeaux, muy próximo a la estación de metro Faidherbe-Chaligny, en una zona céntrica de París, me dirigí inmediatamente a visitar el objetivo principal de aquella primera jornada, en claro orden de relevancia, el Louvre, el museo pictórico y escultórico a mi juicio más significativo del mundo; gran templo del arte universal, instalado en las dependencias del mayestático Palacio Real donde, mucho antes, hacia 1190, en tiempos de Felipe Augusto, hubiera una fortaleza cuyas primigenias murallas medievales aún se conservan en el seno de su entresuelo, y que pasó a ser más tarde real ciudadela con Enrique V. Sería este rey quien, alrededor de 1594, ubicó en ella las primeras colecciones de arte antiguo y de los pintores de la corte de por aquel entonces. Así, hasta el Louvre de Napoleón, quien lo convertiría en Museo Central de las Artes. Cinco siglos ya de historia incluida la más reciente, la de la pirámide de cristal del arquitecto Ieoh Ming Pei de 1988 hasta nuestros días.

Una vez en el interior, habiendo entrado, bien por la Pyramide, más concurrida en días festivos, bien por Porte des Lions, o bien por la del 99 de Rue de Rivoli, podemos obtener el ticket, acceder a los pabellones Sully, Denon y Richelieu y comenzar nuestra visita, pero el cuadro más buscado del museo nos hará que sigamos el itinerario señalado atravesando el pasillo llamado de la Grande Galerie para finalmente llegar a la sala 13, en la zona de pintores españoles e italianos, y maravillarnos, al doblar la esquina de la citada galería, con la visión del retrato de la mujer de la sonrisa enigmática. Lisa Gherardini, la joven esposa del florentino Giocondo, es la gran obra maestra de Leonardo Da Vinci quien consiguió con la técnica de sfumato, es decir, difuminando y amalgamando los contornos del rostro, los objetos y el paisaje, un efecto soberbio que le ha valido para ser la pintura más importante de la historia.

El día siguiente, y como es costumbre por ser domingo, lo dediqué a visitar otra clase de templos, los del más etéreo espíritu, y en la mañana me dispuse a ver de cerca la basílica de Sacré-Coeur, en la altiplanicie de Montmartre, junto al barrio de los artistas que, quizá no expongan nunca en un museo que no sea el de esta próxima y colorista Place du Tertre aunque algunos tengan un gran talento, pero sí propician una grata contemplación en estos agradables días de primavera. Edificada por voto popular en 1870, tras la derrota de la guerra francoprusiana, esta iglesia posee desde sus exteriores unas magníficas vistas panorámicas de la ciudad y fue un magnífico aperitivo de lo que visitaría en la tarde. Sin embargo, no pude posponerlo más y antes me dirigí en el metropolitano parisino a la estación de los sueños, los de los impresionistas, al Musée d´Orsay, la estación del arte. A esa estación de ferrocarril que, construida en 1900 en la ribera del Sena, y nacida de la idea del arquitecto Victor Laloux, dejaba de funcionar como tal después de la II Guerra Mundial para pasar a albergar las pinturas de gentes como Monet, Sisley, Renoir, Degas, Van Gogh o mi apreciado Pissarro, del cual tengo en mi domicilio una reproducción de su obra titulada Gelée blanche, que, curiosamente, no se encontraba en el museo aquel día por estar en restauración. Mi deseo de ver este cuadro en su versión original se había visto lamentablemente truncado por estas casualidades del destino, tal vez en otra ocasión será. (…)

De esta forma comenzaba el relato que escribí en 2004 titulado ‘El Camino’, el mismo año al que hago referencia al principio de la narración de éste. Han pasado, pues, casi cinco años de aquel viaje, que más tarde se convirtió en relato, y de aquel deseo abandonado al olvido, cuando, estando en Madrid la pasada ‘Noche de los museos’, me decidí a acudir al Museo Thyssen-Bornemisza donde, de forma gratuita y en horario intempestivo, pude ver la magnífica exposición temporal que mostraba esta importante pinacoteca con el título de ‘La sombra’.

Para mi sorpresa, cedido expresamente para la ocasión por el Musée d´Orsay de París, allí estaba el cuadro de Camille Pissarro ‘Escarcha’, con su viejo labriego detenido en el tiempo, congelado en él como lo está también en la pintura el paisaje rural que retrató el pintor en 1873, capturando en ese instante del tiempo lo inasible, la luz verdadera y hasta el aire frío de la mañana que atería los campos de Auvers-sur-Oise.

Al igual que a todos nos sigue indefectiblemente nuestra sombra, me giré y estaba allí, que diría Monterroso.